viernes, 18 de enero de 2013

DÍA 178: Volumen IV. El faro y el fin del mundo

Quiso el destino, o un error en las cartas de navegación, que el navío timoneado por el más experto capitán jamás conocido en la historia de mares y conquistas, encallara en una remota y desértica isla no localizada en ninguno de nuestros mapas.

Llevábamos dos meses de zozobrante travesía. Dos meses de tormentas perfectas y oscuridad sedienta de destrucción y plegarias. Nadie jamás imaginó lo que supuso para la tripulación tropezar inesperadamente con aquel pedazo de tierra fortuita que surgió, como oasis de salvación, en nuestro peregrinaje hacia los más asombrosos descubrimientos.

Desembarcamos con precaución marinera, con esa cautela que solo un marino de piel ajada y manos curtidas por la batalla sabe que debe acompañarle de por vida, como una sombra custodia que alerta con tiempo de los peligros ocultos en la estela inquietante de la vida.

Recorrimos la isla en poco más de una hora. Era circular, cónica y de escasas millas. No encontramos presencia de vida humana ni animal, tan solo un faro ubicado en lo más alto, en el mismo centro montañoso del islote.


Era un faro vigilante y deshabitado. Un faro que giraba sin pausa, día y noche, recorriendo con su haz de luz la lejanía más profunda del océano, en busca de alguna embarcación que, como la nuestra, perdiera el rumbo y la esperanza.

Anochecía y encontramos en él el refugio que necesitábamos. Me pareció sentir una extraña sensación de emoción, alegría y complacencia en sus muros cuando decidimos aferrarnos a su protección para el resguardo de aquella acechante noche en medio de un ignoto mar de abatimiento... pero deseché inmediatamente la inverosímil premonición y justifiqué aquel presentimiento como consecuencia del extremo agotamiento y la humedad que corroía hasta el último de mis huesos.

Caímos en manos de Morfeo antes de que la Luna emergiera de entre las cartográficas constelaciones en la única noche en que las nubes borrascosas decidieron volatilizarse y darnos la primera tregua en los dos meses de aciago navegar que llevábamos a nuestras espaldas... quizás fue un regalo por nuestro coraje valeroso, quizás fue simplemente una de las infinitas casualidades de la vida navegante... jamás lo sabré, pues caí rendido a ensoñaciones de agua y peregrinaje.

Me desperté de madrugada, súbitamente, aterrorizado y encharcado en el sudor frío más extraño que nunca imaginé. Rápidamente percibí que mis camaradas también miraban hacia la nada... estáticos e inquietos en la oscuridad, recostados en el duro suelo dentro del faro... intentando buscar en la luz proyectada intermitente hacia el horizonte un resquicio de confianza... borrando de su cabeza lo que, indiscutiblemente, todos intuíamos de manera unánime y en silenciosa.
http://loscuatroelementos.wordpress.com/los-espejos-rotos-narracion-escrita-e-ilustrada-por-pulo/
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Nos mantuvimos en esa posición durante horas, hechizados, escuchando en vaivén de las olas e intentando ensordecer los pensamientos funestos que el foco rotatorio, vigilante sobre nuestras cabezas, intentaba alojar en nuestro espíritu maltrecho.

Fue una noche infinita en la que por poco perdemos el juicio al unísono, al ritmo de aquella luz incesante que alternaba sombras y recuerdos.

Con los primeros rayos de luz me incorporé entumecido. El faro, eterno, continuaba su girar perpetuo... enigmático, sigiloso y altivo. Me sentí abrumado y lleno de turbada consternación.

Me levanté en ese momento con pausado desperece, constatando que mis compañeros, sumidos en el embrujo igual que yo, ya se habían puesto en pie y se asomaban por las ovaladas ventanas mirando embelesados hacia el borde de la playa, donde las olas rompían desde tiempos inmemoriales, donde nuestro barco, horas, días, meses atrás... encalló sin retorno.

Subí  a lo más alto de aquel faro perdiendo el aliento que nunca tuve y observé cómo nuestra embarcación, caída en las redes de un naufragio inexplicable un atardecer desdichado, había desaparecido sin previo aviso... dejando tan solo en la arena la marca del ancla y un rastro tatuado por la madera de la quilla, como un arañazo de grava y desolación.

Entonces comprendí la situación... la evidencia se iluminó inexcusablemente... todo cobró sentido en el preciso momento en el que la espada refulgente de la luz del faro sobrevoló mi cabeza por última vez, al mismo tiempo que me murmuraba, de una forma sentenciosa y definitiva, lo que hasta ese momento me había resistido a entender...

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