Vicente (alias Cuentón) tiene un maravilloso blog de "Cuentos Tontos", así lo llama él aunque a mi personalmente me parece que de tontos poco tienen. Él también se animó a participar en mi propuesta de inspiración para finalizar el cuento expuesto en el "DÍA 266: Puntos suspensivos...". Espero que sus líneas de finalización del cuento os gusten tanto como a mí. Bienvenidos a una nueva
aventura, abramos el libro y soñemos... el cuento comenzaba así...
PUNTOS SUSPENSIVOS
Le
gustaba pasar las tardes de verano en la pequeña plaza junto a la
iglesia. El silencio a la hora de la siesta era envolvente y podía
llegar a sentir en la boca del estómago la palpitante emoción de la
aventura.
Siempre procuraba llegar a la plaza puntual, sobre las cuatro de la tarde hacía acto de presencia frente a la fachada de construcción románica del pequeño templo con planta de crucero.
Aquel día el Sol caía sobre la piedra abrumador e incandescente.
Miraba fijamente, como cada día, la cuerda que junto a la gran puerta de madera que daba entrada al templo se balanceaba pausada al ritmo de pequeñas corrientes de aire veraniegas. Aquella tarde, como tantas otras, se preguntaba qué sucedería si tiraba con fuerza de aquel grueso cordel.
En las primeras semanas de vacaciones no
había logrado reunir la suficiente valentía como para llevar a cabo su
deseo, pues temía de manera desmesurada que su acto de curiosidad
tuviera como resultado un estruendoso repique de campanas que alertara a
todo el pueblo dormido en las tardes de verano calurosas.
Sin embargo aquel día era diferente, pues se sentía extrañamente rebosante de energía y seguridad, quizás la causa se hallara en el hecho de que aquella mañana había recibido una postal de su hermana que residía desde varios años en la Pampa Argentina domando caballos salvajes.
Probablemente la alegría de aquella
inesperada misiva, junto a la admiración que sentía por la real aventura
que su hermana se había atrevido a llevar a cabo en su vida, hicieron
que se exprimiera en su interior la más oculta osadía.
Fuera lo que fuese, sabía que aquel día iba a ser diferente.
Se acercó retante a la cuerda que, indiferente, continuaba su balanceo al son del viento, se secó el sudor de la frente, limpió sus manos en el pantalón de lino color avellana, agarró la cuerda y...
... no sin cierto temor, dio un pequeño tirón. No pasó nada. Lo hizo un poco más fuerte y siguió todo igual. Pensó que aquello era un disparate y regresó al banco que todas las tardes le esperaba.
Sergio era un joven introvertido que había sufrido el rechazo y las risas de la mayoría de sus compañeros durante su etapa escolar. Los pocos que le respetaban preferían divertirse con chicos más populares. Diez años atrás, nada más acabar la secundaria, se trasladó junto a su familia a la capital, donde consiguió superar sus problemas de dislexia. No obstante, regresaban todos los veranos a pasar los días más calurosos, que no eran demasiados, en esa frondosa aldea relativamente cercana a la costa cantábrica.
Durante cinco minutos estuvo rumiando una nueva tentativa, después de cerciorarse de que nadie le había estado observando. Cuando se iba a levantar se abrió la puerta de la casa de atrás, la que estaba enfrente de la iglesia, de donde salió una niña de unos nueve o diez años, con la que ya había coincidido otras veces, y cuyos ojos claros tanto le recordaban a los días de escuela.
Una vez que la chica abandonó la plaza, se dirigió de nuevo a la cuerda. “Esta vez sí”, se animó. La agarró con firmeza y la atrajo con fuerza hasta su pecho. Polvo, pegotes de yeso, pedazos de ladrillo cayeron por un hueco procedente del campanario. Se había vaciado de un cubo, cuya cuerda se había descolgado de una polea utilizada en una antigua rehabilitación.
Pasados unos minutos, después de que el fuerte dolor de cabeza le hiciera recobrar el conocimiento, notó como un suave pañuelo recogía la sangre que corría por su mejilla. Abrió los ojos y observó la mirada clara de Estíbaliz, lo más parecido a una amiga que tuvo en el pueblo, que, misteriosamente, desapareció de sus calles cuando tenía quince años, tras un traumático embarazo que sus padres le obligaron a ocultar, imponiéndole unos prolongados puntos suspensivos en su vida. Le había estado observando desde la casa de donde había salido su hija Amaya. Lo mismo que había venido haciendo, a las cuatro de la tarde, los veranos de los diez últimos años.
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6 comentarios:
Me ha gustado. Me parece muy interesante, imaginativo y sorprendente éste final. Te deja rumiando la continuación, porque creo que siguen los puntos suspensivos. ;)
Un abrazo.
¡Buenos días M.G.! Como es todos son diferentes... ¡me encanta!. A mi también me dio la sensación de que los puntos suspensivos son evidentes en este relato ;).
Un fuerte abrazo y que tengas un maravilloso día.
un giro muy interesante y muy romántico.
genial.
bicos,
¡Hola Aldabra! La verdad es que todos los finales son diferentes y sorprendentes. Hemos logrado el objetivo con creces ;).
Un abrazo enorme y feliz día.
Wow cada vez que leo otro me emociono mas, me gusto este tiene un toco diferente es muy realista
¡Hola de nuevo Isabella! Me alegra mucho que te guste esta iniciativa, te animo a que la proxima que proponga, basada en la interactuacion, envies tu propuesta. SI sigues visitando esta ventana seguro que tarde o temprano propongo otro reto... y llegado ese momento si te animas, ¡seras muy bienvenida a formar parte activa!... mientras tanto, seguire esperando tus puntos de vista, ya sabes que, segun 12:45pm, compartir e intercambiar vivencias enriquece a quien als regala y a quien las recibe ;).
Un beso muy fuerte y feliz fin de semana!
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