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Llega diciembre silencioso, cabizbajo y consumido. Cargando el peso de todo un año, de doce meses de profunda incertidumbre y desasosiego.
Mes de hojas marchitas, de páginas de calendarios caídas y obsoletas.
Cierre de temporada, fin de una anualidad larga, difícil y experimentada.
Llega diciembre arrastrado, exhausto y con mala cara… pero llega.
Remolcado por su propia inercia, por la constancia del devenir del tiempo, cansado
y envuelto en desmayo sin tregua… pero llega.
Y así como diciembre cierra el año y pesa, así mi cuerpo se tambalea inestable
por los azotes de meses bárbaros y sin alma. De subidas y bajadas. De aciertos,
errores, dolores y carcajadas. Así como diciembre cierra y cicatriza, así mi
mente repliega velas e iza anclas.
Y sin embargo… llega. Llego.
Mes de análisis, reflexión y nuevas metas. Mes de introspección profunda,
de abismos y luces risueñas. Mes en que a pesar del frío oscuro, de la nieve,
el recogimiento y la tormenta… todo se tiñe de música, de bailes y colores
tintineantes. De familia, de copas en alto, de promesas y fiesta.
De recuerdo por lo perdido. De esperanza por lo que llega.
Porque al final de todo se sale, todo termina y comienza. Todo se recicla,
restituye y empieza. Todo lo que nos acontece en la vida tiene inicio y
expiración, como la propia existencia.
Por eso a pesar del camino, de lo arduo del trayecto dejado atrás con
valentía y fortaleza, al final todo acaba bien, y si no acaba bien es que el
desenlace no llega.
Me invade un sentimiento extraño, de mil emociones llena.
Llega diciembre… y con él, el regreso a mi tierra.
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