Tenemos la inercia de cerrar los párpados con tanta fuerza que las pestañas
se arrancan entre lágrimas y dolorosa angustia. Cuando el viento se hace denso
y oscuro en el camino, las pupilas quedan ocultas tras párpados atemorizados y
súbitamente ciegos.
No es solo miedo, es inercia y evasión a lo desconocido, al abismo oculto
entre ráfagas invisibles de incertidumbre.
Es condición humana no querer mirar cuando la arena se precipita lacerante
hacia nuestras pupilas. A veces lo que se nos presenta frente a nuestra
existencia no es lo deseado y es entonces cuando nuestra esencia se construye
sobre huída y negación.
Craso error.
Cuando el viento se nuble y el camino se convierta en uno oscuro e
inestable, abre los ojos. Ábrelos hasta que duelan desde lo más profundo.
Ábrelos día y noche, hasta que el lagrimal se seque y tengas que frotarlos
repetidamente con tus dedos, como quien excava en el desierto en busca de agua.
Ábrelos y no dejes que el viento arenoso permita que te salgas del camino, ni
que te ciegue lo invisible, ni que el miedo se apodere de tus pasos hacia lo
desconocido.
Cuando el camino se haga oscuro y la niebla azote tu rostro, no olvides que
tus ojos son el faro. Así que ilumina tus pasos y jamás permitas que la
tormenta haga naufragar tu barco.
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