Mi cuerpo se resiste a abandonar la rutina
puertorriqueña de buena mañana. Llevo madrugando desde que me fui de aquella
isla del Caribe que me acogió valiente durante 6 años. Bueno, quizás me dio una
tregua 3 o 4 días dispersos a lo largo de estas 2 semanas de regreso, no fue
mucho más. De cualquier forma no es suficiente, mi cuerpo chirría quejumbroso y
palpitante… “déjame descansar de una santa
vez, loca”. Mi silencio es la mejor respuesta, diga lo que diga ahora mismo
él tiene la razón.
Lo que no saben mi piel y mis entrañas es
que el verdadero culpable de todo esto lo tenemos en casa. En la azotea.
Viviendo como si el resto de extensiones y órganos no fueran responsabilidad
suya. Altiva e incansable. Mi cabeza. Esa pequeña gran inconsciente y, al mismo
tiempo, de extremado sentido común. Compleja e incansable.
Mi cabeza. Esa que rumia estridente día y
noche todo lo vivido desde la tierna infancia. Quien me hace brotar mil
sonrisas y alguna lágrima… en ocasiones todo al mismo tiempo. La culpable de este insomnio y
de caer rendida, cuando en ocasiones ni siquiera el sol se oculta en el
horizonte, sobre un nuevo sofá con el que ayer estrenamos cojines. Esa cabeza a
la que todavía le cuesta asumir todo lo sucedido en las últimas semanas, en los
doce meses que anteceden al día de hoy, en los seis años en Puerto Rico y en
toda la vida pisando tierra y mar… y en algunas ocasiones hasta cielo.
Mi propia cabeza… esa gran desconocida,
con la que convivo cada día procurando llegar a buen entendimiento. Trabajando
juntas por una convivencia pacífica y solidaria conmigo misma. Con la que
negocio diariamente sentimientos y experiencias. La que me da alegrías y
tristezas. La que nunca deja de sorprenderme con sus ocurrencias sensatas, en
ocasiones, y fuera de lugar en muchas más.
Y mientras todo esto sucede en las alturas
de mi cuerpo, el resto de mi propio ser intenta seguirle el ritmo con
tropiezos, bostezos, ojeras y desgarbamiento. A veces pienso que tengo
hiperactividad mental… definitivamente corporal no, pues es imposible seguir el
ritmo a la vecina de arriba.
En cualquier caso, la maraca ruidosa e
indomable que me mueve por el mundo apoyada sobre un cuello maltrecho y unos
hombros cargados de contracturas, me regala momentos inolvidables. De esos que
al recordarlos sonsacan sonrisas y encogen el estómago con fuerza.
Me siento afortunada. Mucho. Siempre me he
sentido afortunada pero esta nueva etapa que acabo de estrenar me remueve muchas
cosas por dentro. Sobre todo porque esa aparente disociación entre mi cuerpo y
mi cabeza parece que llega a su fin. Siento mi alma a flor de piel. Porosa y
preparada para continuar con una nueva aventura. Motivada, con ilusión y un
poco de miedo y expectativa. Pero sobre todo, agradecida y soñadora.
Y así voy pasando estos días, procurando
poner en orden cabeza y cuerpo con el único objetivo de lograr que la suma de
los dos, el espíritu, logre alzarse en equilibrio sobre ambos para seguir
viendo la vida desde lo más alto.
Siempre lo más bello se disfruta desde las
alturas.
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