A rayos de sol en la boca, a eso sabe la felicidad. Ahora lo sé.
Rayos de sol que, indiscriminadamente,
se esconden y reaparecen a lo largo de la vida, porque la luz no es perpetua. Es,
simplemente, caprichosa.
La luz es un espejismo en
nuestra mirada. Igual que la felicidad lo es en nuestra alma.
Tiene aroma a tierra recién
mojada y, al contacto con nuestro paladar, se siente como algodón de azúcar.
Sol, tierra mojada y azúcar.
Eso es la felicidad.
Lo recuerdo bien. Lo guardo
bajo llave en lo más hondo de mi anhelo recalcitrante.
Ahora mi boca sabe a
ladrillo molido, seco e inservible. Eso es síntoma de miedo e incertidumbre. Mi
lengua nota, desde el despertar, un ligero roce en las comisuras de los labios
que le recuerda a piedra recién sacada de lo más profundo del océano. Salada,
inerte y abandonada.
Ladrillo molido y piedra
salada. Solo eso, no hay más con el miedo. El miedo no se siente, el miedo es
como nada.
Y es entonces cuando me
aferro, con mi deseo, a un clavo ardiendo. Y busco en lo más oscuro, en el
recuerdo lejano y seguro, ese sabor a sol en mi boca, a lluvia de tierra
empapada, a melaza de feria eterna y a felicidad en el recuerdo resguardada.
Y me siento en paz. La calma
me abraza.
Ahora lo sé. Sé que pronto
la felicidad regresa, que esto es solo una mala racha. Que el miedo seco que en
estatua de sal te transforma, huirá cegado por la felicidad de mi boca.
Lo sé.
Porque siento la luz en mis
entrañas.
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